No es una foto de ocasión. Este árbol ha muerto. Antes yo venía a jugar en su único pie -cuando era mío el tiempo- y ya le notaba cierta hendidura en el tronco, como si un animal invisible empezara socavarle la raíz. Luego un huracán lo zarandeó, y parecía caerse, talado por su propio peso de árbol viejo. "Cada árbol es una catedral de hojas y cada hoja una catedral de estancias", decía Lezama, sentencioso. Hemos perdido entonces una catedral y la pérdida acaeció sin que lo notáramos, transeúntes de nuestras propias obsesiones no vimos la muerte gradual, la inclinación hacia la muerte. A las bestias heridas el hombre piadoso suele darles un tiro de gracia, pero nadie suele hacerlo con un árbol, casi nunca, salvo que sea una amenaza para el tránsito de los hombres. Yo he asistido a la muerte de este árbol; tan lenta ha sido que sólo ahora vengo a notar que ya está muerto y nadie ha salido a decirlo, ninguno de los que antes lo frecuentábamos camina luctuoso por el parque; es que ha muerto silenciosamente, como sólo los árboles saben morir. Ni siquiera el estrépito de la caída suena a exabrupto; cuando se produce el derrumbe, ya está muerto. Pero un consuelo he tenido de esta muerte: no habrá caída. Es la fortuna de morir en compañía de otros árboles. El viejo ha descendido hasta el hombro del otro pequeño que no lo dejará caer. Y descendió también muy silente, sin que su vecino lo notara; lejos de pesar como una encomienda gravosa, es una carga necesaria; es un árbol que reposa aunque haya muerto. Yo creo que los paseantes siempre urgidos por sus propios asuntos nunca sabrán que murió delante de ellos, las ramas áridas se confunden con el follaje de su protector. Y él mismo no sabrá que su agonía fue encubierta por otro, y es esbozo de un árbol agónico que nunca caerá, aunque parezca siempre que se precipita hacia la muerte. Sólo yo poseo este secreto. Sólo yo escribo el panegírico de los árboles. Sólo yo lo siento, ahora soy un árbol que ha muerto.
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